29-04-11 | POLÍTICA
Juan Pablo II, el Papa
que le tendió la mano
a la Cuba comunista
En 1998, el pontífice que será beatificado el 1º de mayo, realizó una visita de gran trascendencia a la isla de Fidel Castro. Alma Guillermoprieto hizo la crónica de aquellos días históricos
Crédito foto: AP
De los numerosos viajes que Karol Wojtyla realizó a nuestro continente, éste fue sin dudas uno de los más resonantes. En su libro Desde el país de nunca jamás, la periodista y escritora mexicano-estadounidense incluyó el largo artículo que escribiódesde La Habana y Santiago sobre la inédita visita papal para The New York Review of Books. Publicamos aquí algunos extractos de ese informe sobre un gesto que despertó muchas esperanzas frustradas luego, en parte debido a la negativa de Fidel a iniciar una apertura política (ver: Fidel y la Iglesia: 12 años perdidos.
Una visita a La Habana
Por Alma Guillermoprieto
[El Papa se encuentra en la ciudad de Santiago, en el interior de Cuba]
Las palabras cruciales del día no son pronunciadas por Juan Pablo ni por Jaime Ortega, cardenal de La Habana, quien pasó algún tiempo cuando era un joven sacerdote en los famosos campos de trabajo a donde se enviaba a los testigos de Jehová, a los homosexuales, a los católicos militantes e incluso a los jóvenes revoltosos como el cantante Pablo Milanés para corregir su manera de pensar. La oración que resonará más tiempo -y que podría ser la primera crítica de la Revolución que parece en los últimos treinta años en un medio controlado por el Estado- se escucha durante el saludo al Papa del obispo de Santiago, Pedro Meurice (...): "Le presento, además, a un número creciente de cubanos que han confundido la patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas décadas, y la cultura con una ideología [... ]", dice la apasionada declaración de Meurice, muy citada desde entornes. Quienes conocen bien la política católica aseguran que lo más probable es que el Vaticano haya decidido desde el comienzo que no fuera el Papa, cabeza de Estado, quien se refiriera específicamente a los problemas de la Iglesia Católica en Cuba, y que el cardenal Ortega también debía permanecer por fuera de la refriega; eso dejaba en manos de Meurice la responsabilidad de ventilar durante su saludo oficial al Papa el parecer de los católicos. (...)
Durante los días que me quedan en la isla llegaré a pensar, después de oír a más cubanos hablar de los días amargos del hambre, de las brutales penalidades físicas, de la incertidumbre que tuvieron que aguantar entre 1990 y 1994, que la caída de la Unión Soviética debió de haber sido un acontecimiento tan devastador e inconcebible como lo fue para los aztecas la llegada de los españoles. (...)
Un consorcio extranjero ha firmado un contrato para restaurar la ciudad vieja, "y dejarla como era". Como era antes de la revolución, es lo que (se) quiere decir.
Muchas cosas van camino de ser como eran: la prostitución y el racismo, la pobreza que corroe los logros más sobresalientes del régimen. Una tarde acompaño a mi amigo al hospital Hermanos Ameijeiras, a recoger a una parienta a quien acaban de practicarle una operación de rodilla. La paciente ha sido dada de alta y espera en medio del caos sofocante que reina a la entrada del hospital, donde hay gente en camillas que espera desde hace horas a un colectivo jadeante que habrá de recoger a los que viven más o menos en la misma dirección para llevarlos a casa. Ella tiene suerte de que alguien la lleve, pero no sé cómo se las arreglará cuando llegue a su casa. La anestesia de la operación sigue haciendo efecto, pero cuando deje de hacerlo tendrá que aprender a soportar el dolor porque los cirujanos sólo le advirtieron que no debe tomar aspirina, pero no le dieron nada más. En el hospital más grande y más moderno de La Habana no hay analgésicos para las cirugías menores.
En esto acabó un cuarto de siglo de subsidios soviéticos. Cuando pregunto a mis amigos qué pasó con el dinero (el cálculo más moderado es de 50 a 75 mil millones de dólares, cifra que incluye préstamos con bajos intereses, subsidios directos y subsidios para los productos cubanos), me responden con una lista corta: el ejército y su equipo, desde uniformes hasta misiles; el sistema eléctrico de la isla, ya obsoleto; la planta nuclear que debía liberar a Cuba de su dependencia del petróleo extranjero, y que se quedó sin terminar; la red de carreteras; algunos edificios monstruosos -diseñados primordialmente para servir como residencias para los técnicos extranjeros, nombre que se daba a los consejeros del bloque oriental, aunque también hay unos cuantos hospitales y escuelas-; y la industria biomédica, que podría aún convertirse en fuente de ingresos extranjeros. (...)
[Llega el día de la misa al aire libre, en La Habana]
En un golpe maestro característico, Fidel salió en televisión hace unos días exhortando a todos -católicos y fidelistas- a ir a la plaza hoy y dar una calurosa bienvenida al Papa, e instruyéndolos para que sean respetuosos y eviten los silbidos o eslóganes revolucionarios durante las partes de la homilía que no les gusten. Fidel es un político de respeto, incluso en comparación con el Papa: después de ese llamado, los numerosos exiliados cubanos que van a la plaza en peregrinación quedarán como tontos, o peor, si intentan convertir a la misa en un mitín político. Y no habrá manera de saber si las multitudes en la plaza son del Papa o son de Fidel. Nadie podrá segurar que este acto fue un desafío al régimen. Fidel, como el anfitrión generoso que es, le ha prestado sus fieles al Papa por el día de hoy. (...)
No son las siete de la mañana cuando llego a la plaza, que ya está medio llena de gente que lleva aquí horas y que parece que fuera a levitar de puro contento. Se cantan himnos a voz en cuello con el mismo entusiasmo que provocaba la revolución en los setenta. La multitud es abrumadoramente católica, concluyo, precisamente formada por gente mayor, como alegan los fidelistas, pero sí predominantemente blanca. El desplazamiento visual que ha ocurrido en al plaza es muy extraño: frente a la Biblioteca Nacional, donde suelen colgar retratos de Marx y Lenin, hay un mural gigantesco del Sagrado Corazón de Jesús, debajo del cual se puede leer "Jesús, en vos confío". Y el epicentro emocional de la plaza ya no es el podio que se levanta para los actos revolucionarios al pie de la estatua horrorosa de José Martí que erigió Batista, sino un elegante dosel blanco que protege el altar donde se llevará a cabo la misa. (...)
Me pregunto cómo se explica Fidel esta extraña posición en la que se encuentra ahora. Me pregunto si su admiración por Juan Pablo II aumenta mientras lo observa manejar a la multitud con una habilidad que pocos hombres además de Fidel han exhibido. El sermón más importante del Papa se ocupa del tema del embargo y de los males del neoliberalismo, que subordina a la persona y la condiciona a las fuerzas ciegas del mercado, "agravando a los países menos favorecidos con cargas insoportables". La multitud, que yo considero abrumadoramente católica y por ende quizá conservadora, aplaude con creciente entusiasmo la apasionada denuncia. "¿Se supone que la gente aplauda en misa?", se pregunta mi anfitriona, y en ese momento el Papa interrumpe su discurso y bromea al respecto: "Al Papa le gusta que ustedes aplaudan -dice, pronunciando con esfuerzo cada palabra-. Porque cuando aplauden puede descansar un poco". La cámara nos muestra que Fidel se ríe con la multitud.
Aunque el Papa está hablando con mucha claridad -más de la que ha exhibido durante el resto de su visita-, ya casi no tiene voz y sus músculos faciales están tan deteriorados que el resulta prácticamente imposible sonreír; y sin embargo se las arregla para transmitir en sus comentarios improvisados una ironía, un humor y una ternura burlona que tienen a la multitud loca de contento. Cuando cesa el aplauso, continúa con el texto que ha preparado. "En ocasiones se imponen a las naciones, como condiciones para recibir nuevas ayudas, programas económicos insostenibles", lee, y en ese punto mi anfitriona comparte el entusiasmo de la multitud. "¡Oyes eso! -grita-. ¡Cuando se vaya de la isla el hombre va a ser un militante del partido!"
La ovación en la plaza es tan larga que el Papa levanta una mano. "sois un auditorio muy activo -los amonesta, recurriendo de nuevo a la intimidad burlona-; pero debemos continuar". Hace una pausa y continúa: "Todavía queda un página". Ha llegado el momento en el que los fieles se abrazan y se desean la paz, y suena una melodía cadenciosa. En la pantalla se ve a los miembros del Comité Central del Partido Comunista intercambiando abrazos con monjas, y a los cardenales deseándole la paz a Fidel. Uno de los sacerdotes jóvenes que ha fungido de acólito para esta liturgia llora. La misa terminó. Algo extraordinario ha sucedido; cuando le pregunto a un sacerdote sabio y astuto qué, exactamente, responde que ninguno de nosotros sabe bien. "Y lo que todos tenemos que hacer ahora es reflexionar sobre lo que vimos. Una cosa es segura: los cubanos -los de la isla, los de Miami, los católicos y los no creyentes-, todos los cubanos pueden reunirse con paz y alegría para una buena causa. Y si esto sucedió una vez puede volver a suceder, en las condiciones adecuadas". Comento la percepción generalizada de que Fidel estaba embelesado con el Papa pero que el Papa no estaba embelesado con Fidel. "Nadie embelesa al Papa; sólo su Dios", responde tajantemente.
Quizá, sugiero, esto se debe a que su necesidad no es tan grande como la de Fidel. ¿Qué puede ofrecerle Cuba al Papa a cambio de la censura del bloqueo por parte del Vaticano? Se me responde con cierta aspereza que el Papa nunca se planteó un intercambio. "El Papa tiene un sentido del tiempo diferente; él es polaco y gusta de señalar que Polonia dejó de existir como nación durante doscientos años, hasta que por fin, gracias a que siempre hubo polacos que mantuvieron vivas la lengua y la cultura y la idea de la patria, Polonia volvió a surgir en el concierto de las naciones. Según el Papa -afirma el sacerdote-, como no podemos saber qué consecuencias tendrán nuestros actos dentro de cien años o de quinientos, sólo podemos hacer lo que creemos que está bien en un momento determinado, sin esperar resultados."
(The New York Review of Books, 26 de marzo de 1998)
(Tomado de Desde el país de nunca jamás, Debate, 2011)
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